
XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario
No sabemos ni el día ni la hora. Ha quedado como una sentencia que nos habla del final de los tiempo. La Iglesia no puede dar noticias minuciosas ni respuestas concisas acerca del cuándo y del cómo serán los acontecimientos finales de la historia. La Iglesia alienta nuestra fe y nuestra esperanza, que favorecen una actitud serena y laboriosa ante el presente, que es la mejor manera de preparar el futuro. Esta actitud queda iluminada por las de este domingo.
Malaquías, profeta de grandes visiones y fuertes críticas a la falsedad de las celebraciones del Templo, anuncia el último día del Señor, como un acontecimiento de juicio decisivo: He aquí que llega el día, ardiente como un horno, en el que todos los orgullosos y malhechores serán como paja… Pero a vosotros, los que teméis el nombre del Señor, os iluminará un sol de justicia y hallaréis salud a su sombra. El profeta anuncia que viene alguien para «poner las cosas en su sitio»: la necesidad de justicia final es necesaria ante la injusticia de este mundo: ¡cuántos recibirán en el tribunal del cielo la justicia debida en esta tierra! Dios será para los justos un sol de justicia, en el que hallarán salud a su sombra.
San Pablo, en la segunda Carta a los tesalonicenses, tiene que advertir a los miembros de aquella comunidad que, aguardando un final que creían inminente, se olvidan de trabajar el presente: ¡El que no trabaje, que no coma! El apóstol se pone de ejemplo de laboriosidad, que es el modo de ser cristiano en el momento presente. Para Pablo, y para todos los cristinos, el trabajo no es un castigo, es servicio, una actitud de amor y de justicia, de comunión fraterna. Bien ejercitado es la mejor preparación del futuro. Lo lamentable, hoy, es que «no todos pueden comer porque no encuentran trabajo»: el trabajo digno, es también un derecho de una sociedad que se precie de justa.
El relato evangélico proclama hoy una doble profecía. Una ya realizada: Como algunos hablaban de la belleza del templo… Jesús les dijo: Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra… La destrucción del templo de Jerusalén, en el año 70 de nuestra era cristiana, lo acredita. Jesús desvía la atención de sus contemporáneos para que centren su interés no en la vaciedad de una belleza externa sino en el deseo de salvación.
Y una segunda profecía que aún permanece: ante del final de los tiempos, os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, por causa de mi nombre… Vaticina el Maestro un porvenir difícil para quien quiera seguirlo. Pero convierte esta dificultad en una ocasión propicia: Esto os servirá de ocasión para dar testimonio de mí. Y nos conforta con palabras alentadoras: no preparéis vuestra defensa, yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ningún adversario vuestro. Y remacha: ni un cabello de vuestra cabeza perecerá. Solo nos pide perseverancia: con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.
El creyente cristiano, no se evade de las expectativas humanas, con sus inquietudes y sinsabores, pero las vive con esperanza, evitando la angustia. Mientras perseveramos en la vida, el motivo de nuestra esperanza es reconocer el señorío de Dios que nos acompaña cada día y sale a nuestro encuentro el día final.
Tuit de la semana: Todo tiene un final, menos el amor: «el amor no pasa nunca». ¿Aguardo el final de la vida con miedo o trabajo el presente con esperanza?
Alfonso Crespo Hidalgo


