
IV DOMINGO DE CUARESMA
Un padre tenía dos hijos… Así, comienza la parábola más entrañable del Evangelio. Popularmente se conoce como «la parábola del hijo pródigo». Todos conocemos el relato: Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte que me toca de la herencia… Pero también podemos titularla, con más justicia, como «la parábola del Padre bueno». Así la define y la comenta con bellas palabras Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret.
Contemplando la figura venerable de aquel padre bueno de la parábola, podemos descubrir las entrañas de Dios. Antes que nada, situémonos en la mentalidad de aquel el tiempo: pedirle la herencia a un padre en vida, era como desearle la muerte. Por tanto, aquel hijo de la huida no sólo se iba de casa, sino que casi «mataba a su padre» con su ausencia.
El pecado capital del joven díscolo fue que se alejó de la casa paterna, rompiendo el corazón de su padre al abandonar el hogar, no que después se gastará la herencia con malas compañías. Esta actitud del hijo que se va, refuerza, aún más, la figura del padre y su reacción: cada tarde oteaba el horizonte esperando la vuelta del hijo y cuando vuelve le tapa la boca con sus besos acallando sus excusas. El recuerdo de su padre mueve en el hijo pródigo el deseo de volver a casa. El abrazo del padre al recibirlo, le restituye a su dignidad de hijo.
En la escena aparece también el hermano mayor: es el hijo formal que nunca se fue de casa, pero que no era consciente del amor del padre y del calor del hogar que lo cobijaba. Al llegar de su trabajo en el campo y enterarse que su padre ha organizado una fiesta por la vuelta de su hermano, se siente celoso y se niega a entrar: una pataleta de niño consentido… Y, también esta vez, es el padre quien sale de casa y va a su encuentro. Cuando intenta convencerle, el hijo mayor responde, dirigiéndose a él sin pronunciar la palabra «padre»; le recrimina con frialdad: Mira, en tantos años como te sirvo no me has dado un banquete, y vino ese hijo tuyo y has matado el mejor cordero… También rehúsa emplear la palabra «hermano», simplemente le nombra como ese hijo tuyo. Este hermano mayor, nunca gusto del amor del padre ni se sintió hermano: era un inquilino huérfano.
La riqueza de matices de la parábola más popular de Jesús, nos invita a sentirnos protagonistas de la misma. Cuántas veces hemos sido el hijo pródigo de la parábola, volviendo a la casa del Padre y sintiendo el calor de su abrazo. Es quizás, la visión más frecuente. Pero también, a veces, hemos ocupado el lugar del hermano mayor: nunca nos fuimos de la casa del Padre, pero hemos vivido con Él con la indiferencia de un inquilino: esta falta de amor nos convierte en personas correctas, pero no hijos fieles y hermanos cariñosos. Esta segunda imagen, es más difícil de corregir que la del escandaloso hijo menor.
Pero, y es una osadía, tendríamos que ponernos también en el lugar del padre, imagen de Dios, y preguntarnos: ¿Estoy dispuesto a perdonar, acoger y aceptar con un abrazo a quien me ofendió claramente o me ignora con fría indiferencia? El amor del Padre, es un amor apasionado lleno de perdón.
Tuit de la semana: Es fácil ocupar el puesto de los dos hijos de la parábola. Pero, cuando «me voy de casa», ¿me pongo en el lugar del Padre y comprendo su dolor?
Alfonso Crespo Hidalgo