
Conmemoración de los fieles difuntos
Los muertos no se quedan solos. Los acompañan nuestro amor, nuestro recuerdo y oración. La conmemoración de los fieles difuntos trae a nuestro corazón el recuerdo de los seres queridos que ya no están junto a nosotros. A veces, esta celebración se inunda de una tristeza que es lógicamente humana, pero que nuestra fe puede iluminarla de secreta alegría.
Cuando los cristianos rezamos por los difuntos, lo hacemos al Señor de la vida: no creemos en la muerte como punto final, sino como paso para la vida eterna. Los primeros cristianos consideraban la muerte como el «segundo nacimiento».
Jesús, en la intimidad de la despedida de sus apóstoles, estando se acerca la hora de su muerte, les va abriendo el corazón. Son capítulos del Evangelio de Juan (13 al 17) en los que el Maestro hace recapitulación de lo vivido con ellos, queriéndole dejar en síntesis lo mejor de sus enseñanzas. En estos capítulos del Evangelio de Juan, se encuentran las páginas más bellas del mensaje de Jesús: son como el testamento del Maestro, la confidencia última del Amigo.
En este clima de intimidad, Jesús exclama: No os inquietéis: confiad en Dios y confiad en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. Yo voy a prepararos una. Luego volveré por vosotros, para que estéis conmigo. Y se ofrece como el camino para llegar a la casa del Padre: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí.
Nuestra fe en Jesús Resucitado alienta nuestra esperanza. Siguiéndole a Él, tenemos asegurada la meta: la casa común del Padre Dios. Allí nos espera y nos ha preparado posada. Como dice el apóstol Pablo: Si morimos en el Señor, resucitaremos con Él. La tristeza de la separación momentánea, se convertirá en alegría plena por el definitivo encuentro en la casa del Padre.
En este Año Jubilar, traigamos, especialmente hoy, a la memoria de nuestro corazón a nuestros seres queridos; derivemos hacia ellos como un obsequio agradecido la gracia de la indulgencia.
Meditemos las hermosas palabras del papa en la Bula Spes non confundit:
«Jesús muerto y resucitado es el centro de nuestra fe. San Pablo, al enunciar en pocas palabras este contenido -utiliza sólo cuatro verbos-, nos transmite el “núcleo” de nuestra esperanza: Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce (1Cor 15,3-5). Cristo murió, fue sepultado, resucitó, se apareció. Por nosotros atravesó el drama de la muerte. El amor del Padre lo resucitó con la fuerza del Espíritu, haciendo de su humanidad la primicia de la eternidad para nuestra salvación.
La esperanza cristiana consiste precisamente en esto: ante la muerte, donde parece que todo acaba, se recibe la certeza de que, gracias a Cristo, a su gracia, que nos ha sido comunicada en el Bautismo, la vida no termina, sino que se transforma para siempre. En el Bautismo, en efecto, sepultados con Cristo, recibimos en Él resucitado el don de una vida nueva, que derriba el muro de la muerte, haciendo de ella un pasaje hacia la eternidad».
Alfonso Crespo Hidalgo


