La santidad no es para las personas tristes y amargadas. Ni para los que se quejan continuamente de que todo les va mal. Tampoco para los que critican a quienes no son de su cuerda. Quien quiera ser santo ha de ser una persona alegre. Con la alegría de los auténticos seguidores de Jesús. La alegría que impulsa a hacer siempre el bien y a perdonar a todos. La alegría que lleva a trabajar por construir un mundo más justo y más fraterno donde se pueda vivir en paz. La alegría que no se queja ni ante el dolor físico propio ni por los fracasos personales. La alegría de sentir que Dios es nuestro Padre que nos comprende y ayuda siempre.
Claro que la verdad a veces duele, como cuando nos la aplicamos a nosotros mismos y no coincide con nuestra manera de actuar. Decirla a