No vivimos solos, sino que somos parte de una comunidad de hijos de Dios. No somos únicos en esta tierra, sino que formamos con los otros la familia humana. Y como miembros de esta comunidad, estamos obligados a buscar el bien de todos, no el nuestro personal. Primero, reconoceremos que los demás son hermanos nuestros, tengan el color de piel que tengan y practiquen la religión que quieran practicar. Después, uniremos nuestras fuerzas a las de los que trabajan por buscar el bien de todos, especialmente de los más necesitados. De esta forma, viviremos con plena dignidad nuestra condición de hijos de Dios.
Amar a los demás, como Cristo nos ha enseñado, es reconfortante. Nunca cansa. Al contrario. Infunde mayor vitalidad. Es como si cada obra buena que